ALBERTO G. PALOMO 10 ENE 2013
Su hábitat es la facultad. Por eso nos cita allí. Nada de cafeterías. En los pasillos de la Facultad de Agrónomos de la Universidad Politécnica de Valencia no solo saluda a todo el mundo, sino que de casi cada puerta tiene una llave. Maneja dos despachos, el de subdirectora y el de profesora. Y todos los laboratorios se abren a su paso. En este espacio, María Dolores Raigón (Montilla, Córdoba, 1961), catedrática y doctora en Agricultura Ecológica, lleva décadas investigando sobre las propiedades de los productos orgánicos (no se usan con ellos ni pesticidas ni fertilizantes) y sus modificaciones genéticas. Por eso su discurso es tajante: “Este tipo de alimentación ya no es una cosa de dos jipis como antes; ahora es algo global”.
Cada comida supone “un gran riesgo de salud”, prosigue: “Y ya verás cuando se le encuentre el potencial como medicina preventiva”. Partiendo de estas certezas, que maneja entre nombres técnicos y ejemplos cotidianos, la ingeniera desbroza todos y cada uno de los argumentos a favor y en contra de este tipo de cultivos con una pedagogía fascinante, entre lo maternal y lo profesional. Segunda de ocho hijos, lleva toda la vida estudiando lo que considera el “fin último” de la tierra: los alimentos. Ha impartido charlas por toda España y en países como Portugal, Rumanía o Brasil. De este último, por cierto, se trajo unas conclusiones muy esperanzadoras: “Están abogando mucho por la economía y el abastecimiento familiar”.
A este tipo de consumo alude cuando describe a los “talibanes de lo ecológico”: “España es uno de los mayores productores europeos, pero está a la cola en cuanto a consumo”, lamenta. ¿Y es mejor tomar productos biológicos si tienen que recorrer hasta 2.000 kilómetros? “Bueno, a veces no tiene mucho sentido”, resume mientras baja la voz en una charla intercalada entre interrupciones de alumnos y apreciaciones de la maestra.
El tema levanta ampollas. Hace unos meses, apareció un estudio que negaba beneficios nutricionales “significativos” de estos alimentos: “Era un informe que reconocía su escaso margen temporal y que, aun así, daba valores positivos a todo lo orgánico”, incide mientras se empeña en imprimirlo y desgranarlo punto por punto. “De todas formas, hay más razones, como el respeto medioambiental y la lucha contra el despilfarro”.
¿Y el precio? “Bueno, todo es cuestión de prioridades”, acierta a decir, aunque comprenda la inaccesibilidad de muchas personas a este mercado. “Yo en mi casa lo cumplo casi al 100%. Me cuesta más en la universidad”, añade mirando el vaso del café. Y a pesar de que esta defensa le hace hablar de la “resistencia” a los antibióticos o de “nitritos” en la comida, Raigón también critica alguna de las prácticas: “La mercantilización llega a todos los rincones. En lo orgánico también hay derroche porque se empieza a descartar lo feo”, aclara. Esta pretensión estética ha acabado con la diversidad y ha favorecido la vulnerabilidad de las plantas y alimentos, acostumbrados a desarrollarse en un medio inocuo que acaba con el ecosistema local: “Lo que no es bueno es la comodidad, que es lo que hemos hecho con la agricultura convencional. Les hemos retirado todas las amenazas y sus defensas han desaparecido. Lo mismo que con los seres humanos”, concluye.
Data: 10.01.2013
Su hábitat es la facultad. Por eso nos cita allí. Nada de cafeterías. En los pasillos de la Facultad de Agrónomos de la Universidad Politécnica de Valencia no solo saluda a todo el mundo, sino que de casi cada puerta tiene una llave. Maneja dos despachos, el de subdirectora y el de profesora. Y todos los laboratorios se abren a su paso. En este espacio, María Dolores Raigón (Montilla, Córdoba, 1961), catedrática y doctora en Agricultura Ecológica, lleva décadas investigando sobre las propiedades de los productos orgánicos (no se usan con ellos ni pesticidas ni fertilizantes) y sus modificaciones genéticas. Por eso su discurso es tajante: “Este tipo de alimentación ya no es una cosa de dos jipis como antes; ahora es algo global”.
Cada comida supone “un gran riesgo de salud”, prosigue: “Y ya verás cuando se le encuentre el potencial como medicina preventiva”. Partiendo de estas certezas, que maneja entre nombres técnicos y ejemplos cotidianos, la ingeniera desbroza todos y cada uno de los argumentos a favor y en contra de este tipo de cultivos con una pedagogía fascinante, entre lo maternal y lo profesional. Segunda de ocho hijos, lleva toda la vida estudiando lo que considera el “fin último” de la tierra: los alimentos. Ha impartido charlas por toda España y en países como Portugal, Rumanía o Brasil. De este último, por cierto, se trajo unas conclusiones muy esperanzadoras: “Están abogando mucho por la economía y el abastecimiento familiar”.
A este tipo de consumo alude cuando describe a los “talibanes de lo ecológico”: “España es uno de los mayores productores europeos, pero está a la cola en cuanto a consumo”, lamenta. ¿Y es mejor tomar productos biológicos si tienen que recorrer hasta 2.000 kilómetros? “Bueno, a veces no tiene mucho sentido”, resume mientras baja la voz en una charla intercalada entre interrupciones de alumnos y apreciaciones de la maestra.
El tema levanta ampollas. Hace unos meses, apareció un estudio que negaba beneficios nutricionales “significativos” de estos alimentos: “Era un informe que reconocía su escaso margen temporal y que, aun así, daba valores positivos a todo lo orgánico”, incide mientras se empeña en imprimirlo y desgranarlo punto por punto. “De todas formas, hay más razones, como el respeto medioambiental y la lucha contra el despilfarro”.
¿Y el precio? “Bueno, todo es cuestión de prioridades”, acierta a decir, aunque comprenda la inaccesibilidad de muchas personas a este mercado. “Yo en mi casa lo cumplo casi al 100%. Me cuesta más en la universidad”, añade mirando el vaso del café. Y a pesar de que esta defensa le hace hablar de la “resistencia” a los antibióticos o de “nitritos” en la comida, Raigón también critica alguna de las prácticas: “La mercantilización llega a todos los rincones. En lo orgánico también hay derroche porque se empieza a descartar lo feo”, aclara. Esta pretensión estética ha acabado con la diversidad y ha favorecido la vulnerabilidad de las plantas y alimentos, acostumbrados a desarrollarse en un medio inocuo que acaba con el ecosistema local: “Lo que no es bueno es la comodidad, que es lo que hemos hecho con la agricultura convencional. Les hemos retirado todas las amenazas y sus defensas han desaparecido. Lo mismo que con los seres humanos”, concluye.
Data: 10.01.2013
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